Metaverso: el nuevo mito de la caverna

Metaverso: el nuevo mito de la caverna

Metaverso: el nuevo mito de la caverna

El metaverso nos promete un mundo maravillo. Pero puede ser una falsa promesa

 

Todos conocemos el mito de la caverna de Platón. Unos hombres encadenados en una caverna solo pueden ver las sombras de una realidad que existe más allá. Hay otra realidad, un mundo más perfecto, más completo, al que no pueden acceder y del que solo son capaces de tener una visión reducida en forma de sombras. El metaverso acabará con esta injusticia.

El metaverso nos promete ese mundo más perfecto y completo. ¿Por qué vivir de forma sombría en un mundo lleno de problemas, cuando existe otro donde puedes hacer y ser lo que quieras? El metaverso va a romper las cadenas que nos mantienen atados a una realidad formada únicamente por sombras. ¡Por fin veremos la luz!

Esto será gracias a la inteligencia artificial (IA). Mark Zuckerberg lo anunció a finales de febrero. El metaverso estará potenciado por la IA para ofrecer, de momento, dos grandes facilidades que harán la vida en ese nuevo mundo mucho más placentera.

Nada nos tiene que hacer suponer que el metaverso será mejor que nuestra realidad

Todo metaversanio de pleno derecho podrá crear cualquier paraíso con solo describirlo en unas líneas de texto. Si escribes “quiero estar en una isla tropical leyendo a Platón” (cada uno puede pedir lo que quiera), la todopoderosa IA generará unos gráficos adecuados que te transportarán al lugar elegido.

¡Genial!, pero ¿en qué idioma se lo digo?, ¿en inglés? ¡No, en tu propio idioma! Esa es la segunda maravilla de la IA en el metaverso. No habrá barreras lingüísticas. La maldición de la torre de Babel se habrá terminado. Podrás escribir en tu idioma y la todo-traductora IA te entenderá. ¿También en bable? No sé, habrá que ver si el señor Zuckerberg lo considera adecuado en su metaverso paradisíaco.

No tan paraíso

El metaverso se nos aparece como un mundo ideal en el que refugiarnos de este mundo miserable. Pero la realidad de esta realidad virtual no es tan maravillosa. En este año 1 del metaverso ya se han detectado comportamientos abusivos contra las mujeres. Se han denunciado casos en los que las usuarias se han visto rodeadas de repente de avatares masculinos que han actuado de forma intimidatoria. O bien comportamientos individuales de acoso verbal y obsceno de metaversianos masculinos hacia sus conciudadanas virtuales. Parece que este metaverso también tiene sombras.

Esto puede ser solo el comienzo. Lo cierto es que todo aquello que hemos visto en las redes sociales es susceptible de ocurrir en el meta-maravillerso. Existe el riesgo de que también se propaguen noticias falsas; de que se fomenten las rivalidades y se propague el discurso del odio; o de que se comercie con toda la información que se genera con la actividad de un avatar, tras el cual hay una persona de carne y hueso. Si además entran en escena las criptomonedas y la posibilidad de disponer de activos mediante NFT, los amigos de la estafa estarán por medio.

Un metaverso como el nuestro

Nada nos tiene que hacer suponer que el metaverso será mejor que nuestra realidad. Nada, mientras no cambiemos nuestra realidad, es decir, mientras no cambiemos nuestra condición humana. Allí donde vayamos llevaremos lo que somos. Toda innovación viene alentada por atractivas promesas, pero no nos engañemos: el metaverso será como nuestro mundo, una mezcla de drama y comedia.

El gran guionista Zuckerberg promete una IA responsable y un metaverso transparente. ¿Habrá que creer en su buena voluntad? Quizás sea mejor disponer de mecanismos de auditoría y control suficientes para este viejo nuevo-mundo. El poder no puede recaer en una sola persona, ni en el mundo real, ni en el virtual. Allá donde construyamos una realidad deberá haber supervisión.

Para desgracia de Zuckerberg, su anuncio de fantasía de la IA se vio ensombrecido por la barbarie en Ucrania. El mundo real eclipsó el mundo virtual. La salvación de la caverna no es crear un supuesto mundo ideal, sino liberarnos de las cadenas que nos atan a nuestra condición.

Publicado en DigitalBiz

 

Algoritmos humanos en un mundo digital humano

Algoritmos humanos en un mundo digital humano

Algoritmos humanos en un mundo digital humano

¿Es posible crear algoritmos humanos? ¿Cómo deberían ser?

Una masa de gelatina transparente

Con la invención del teléfono se pensó que acabaríamos con la esencia humana. A medida que se iban conectando los hogares por cables telefónicos, fue asomando el miedo a la pérdida de la privacidad. La intimidad iba a desaparecer por completo. En algunos editoriales de la época aparecían textos terroríficos que se preguntaban qué sería de la santidad del hogar doméstico. Los miedos siempre vienen precedidos de gran pompa y circunstancia.

Este miedo a la pérdida de la privacidad derivó en la alerta a perder, nada más y nada menos, que nuestra esencia humana. Se creía que el teléfono iba a romper nuestra esfera privada y eso terminaría con lo más profundo del ser humano.

Siempre nos hemos preguntado por la esencia de lo humano. Por aquello que indiscutiblemente nos distingue de cualquier otro ser vivo, especialmente de los animales (espero que al menos tengamos claro aquello que nos distingue de una tomatera, antes de que nazca un colectivo pro derechos tomatales). En aquella época del teléfono naciente se juzgaba que un elemento de la esencia del ser humano era la privacidad. Esta visión tiene su fundamento, pues no sabe que, por ejemplo, las vacas tengan vida privada (aunque quizás la tengan, y ésta sea tan privada, que no la conocemos). La vida privada corresponde a ese ámbito de nuestra existencia sobre la cual no queremos dar cuenta públicamente y que nos identifica como individuos en lo más profundo. Esa individualidad es parte de nuestra humanidad, porque nos convierte en seres únicos.

Se empezó a hablar de la sociedad como una masa de gelatina transparente. Un todo uniforme en el cual no se distingue la singularidad de cada uno. La frase es interesante porque, quizás por primera vez, se habla de “transparencia” relacionado con la tecnología. Una transparencia que nos convierte en una masa de gelatina que cualquiera puede moldear. En aquel entonces, a finales del siglo XIX, existía el temor de que la tecnología del teléfono nos hiciera transparentes y moldeables. ¿Qué pensar hoy en día con tanta tecnología en forma de apps en nuestros móviles?

Actualmente no tenemos la sensación de perder nuestra esencia humana si hablamos por teléfono. Posiblemente no sepamos exactamente qué es lo humano, pero no nos sentimos deshumanizados por hablar por teléfono. Hoy los miedos vienen por otro lado. Pensamos que esa esencia humana se puede ver atacada por toda la tecnología que nos rodea, por los macrodatos (Big Data) o en particular por la inteligencia artificial. Existe parte de razón en ello.

En un enjambre digital

La tecnología no es ni buena ni mala, pero tampoco es neutral. Transmite valores. Cuando recibes un whatsapp recibes dos mensajes: uno, lo que diga su contenido (que en la mayoría de los casos será trivial), y el otro, lo transmite la propia naturaleza de la aplicación y dice “esto es inmediato”. Un whatsapp transmite el valor de la inmediatez, y nos sentimos abocados a responder de manera inmediata. De hecho, si tardamos unos minutos en responder, podemos obtener un nuevo mensaje reproche de quien nos escribió: “hola???” (cuantos más interrogantes, más reprimenda).

Las redes sociales son una concentración casual de personas que no forman una masa

El mensaje es el medio. Así lo expresó Marshall McLuhan en 1964, cuando publicó su famosa obra Understanding Media: The Extensions of Man (Comprender los medios de comunicación: Las extensiones del ser humano). Todo medio de comunicación es en sí mismo un mensaje. Así ocurre con las redes sociales que nos enredan. Lo explicó muy bien Reid Hoffman, co-fundador de LinkedIn, cuando hace unos años habló de los pecados capitales que transmitían las redes sociales. Por ejemplo, LinkedIn transmite la codicia o Facebook, la vanidad. Hoy en día Instagram lucha por esa misma vanidad, y no es casualidad que sea propiedad de Meta, antes Facebook hasta hace unos meses.

Nos encontramos en un enjambre digital. Ésta es la expresión que utiliza el filósofo surcoreano y profesor en la Universidad de las Artes de Berlín, Byung-Chul Han. Según este autor, la tecnología, y en particular el mundo digital en el que vivimos, cambia nuestra conducta. Somos distintos desde que tenemos tecnología. El siglo XX fue el siglo de la revolución de las masas, pero ahora, la masa ha cambiado. No podemos hablar tanto de una masa, sino de un enjambre: la nueva masa es el enjambre digital.

Este enjambre digital consta de individuos aislados. Le falta un alma, un nosotros. Las redes sociales son una concentración casual de personas que no forman una masa. Particularmente lo veo cada vez que entro en Twitter (solo estoy en LinkedIn y Twitter; peco lo justo). Observo perfiles con nombres simpáticos que retuitean, responden o indican que algo les gustó. Uniones causales y temporales. No hay una voz, solo ruido.

Lo digital es ahora el medio de la información. Cabe suponer que cuantos más medios digitales tengamos, cuantas más redes sociales, dispondremos de más información y podremos tomar decisiones más acertadas. No es cierto. Así lo expresa también Byung-Chul Han: “más información no conduce necesariamente a decisiones más acertadas […]. El conjunto de información por sí solo no engendra ninguna verdad […]. En un determinado punto, la información ya no es informativa, sino deformativa”. Por eso hoy en día hay gente que piensa que la Tierra es plana.

El opio del pueblo

La tecnología digital nos ha llevado a un imperio global en el que no existe un orden dominante. Aquí cada uno se explota a sí mismo, y lo hace feliz porque se cree que lo hace libremente. Cada minuto en Internet se visualizan 167 millones de vídeos en Tiktok, se publican 575 mil tuits, 65 mil fotos en Instagram, o 240 mil en Facebook. ¡En un minuto! Creo que nunca antes ha existido una productividad semejante. Para ello, no es necesario obligar a nadie, basta con prometer un paraíso lleno de “likes” o impresiones y soltar de vez en cuando un eslogan sonriente del tipo “sal de tu zona de confort”.

Byung-Chul Han lo llama explotación sin dominación. Estamos, quizás, ante esa masa de gelatina transparente que cualquiera puede moldear. Diego Hidalgo dice que estamos anestesiados. El mundo digital nos ha dormido, nos ha dejado insensibles ante nuestra consciencia.

Hace unos años la tecnología era “sólida”. Teníamos ese teléfono de mesa, con auricular y micrófono formando un asa y que requería deslizar un disco con números del 1 al 9 para llamar a tu contertulio. Realmente tecnología sólida. Menos problemática porque sabemos cuándo la usamos y cuándo no.

La tecnología digital nos ha llevado a un imperio en el que cada uno se explota a sí mismo, y lo hace feliz porque se cree que lo hace libremente

Actualmente la tecnología, según Diego Hidalgo, es “líquida” o incluso “gaseosa”. Ya no la vemos venir. Ahora no sabemos dónde está, cuándo la usamos o si ella nos usa a nosotros. Tenemos relojes que se conectan con el móvil, o asistentes inteligentes que te marcan el número de teléfono a la orden de tu voz. Es una tecnología ubicua, cada vez más invasiva y más autónoma. Su incremento de autonomía es nuestra disminución de soberanía. Las máquinas actúan y piensan por nosotros. Google nos puede llevar de un sitio a otro, sin tener nosotros que pensar la ruta. Esto hace que estemos adormilados.

La tecnología digital se ha convertido en el opio del pueblo, parafraseando a Karl Max. De vez en cuando en las noticias vemos narcopisos con plantaciones de marihuana alimentadas bajo potentes focos de luz. De una manera más sutil, en nuestras casas disponemos de plantaciones de adormideras, en forma de múltiples dispositivos móviles, que nos iluminan a nosotros con la tenue luz azul de sus pantallas. ¿Quién alimenta este opio digital? La inteligencia artificial.

Algoritmos humanos

La inteligencia artificial es muy buena reconociendo patrones de comportamiento. Mediante la inteligencia artificial se puede identificar fácilmente qué es lo nos gusta o nos disgusta. Basta con analizar nuestra actividad en las redes sociales. Esto permite a las organizaciones hacernos amables sugerencias sobre qué comprar o qué contenido seleccionar. Esta idea partió con un fin bueno: el objetivo era conocer al usuario para que éste tuviera una mejor experiencia de cliente. En un principio, parecía que lo hacían por nuestro bien. Pero algo se debió torcer en el camino.

La inteligencia artificial puede, y debe, servir para aumentar nuestras capacidades e incluso nuestra condición humana

La inteligencia artificial se puede utilizar para mantenernos activos en las redes sociales el mayor tiempo posible. Así lo denuncia el reportaje The Social Dilema, producido por distintos ex directivos de empresas de redes sociales. No importa si ese continuo de actividad puede llevar a la adicción. No importa que el usuario pueda llegar a perder su autonomía. La inteligencia artificial puede ser muy buena como adormidera de nuestra consciencia. Opio digital del bueno.

Se impone la necesidad de ajustar la acción de la inteligencia artificial. Ésta puede, y debe, servir para aumentar nuestras capacidades e incluso nuestra condición humana. Para ello es necesario crear lo que Flynn Coleman llama algoritmos humanos. Consiste en dotar a la inteligencia artificial de valores éticos humanos. La idea es buena, pero no está exenta de complejidad, como el mismo autor reconoce.

Un primer punto es determinar qué valores éticos humanos. Posiblemente no podamos llegar a un acuerdo sobre valores éticos comunes, dado que estos dependen de nuestra cultura y de nuestros valores personales y propios. La idea de qué está bien y qué está mal no es la misma en Europa que en Oriente Medio o en Asia, por citar unos ejemplos y sin entrar a juzgarlas. Simplemente son distintas.

Pero quizás, con algo de optimismo, podríamos llegar a un mínimo de acuerdo sobre aquello que representa los valores humanos. A finales del siglo XIX, con la llegada del teléfono, se creía en la intimidad como un valor humano. Hoy en día hemos evolucionado esta visión. No hablamos tanto de esencia humana, sino de cultivo de la virtud como base para una sociedad que podamos denominar como “humana”. Son lo que se llaman las virtudes públicas, entre las cuales se encuentran la solidaridad, la responsabilidad o la tolerancia. Imposible negar estas virtudes o estos valores humanos. Los podemos considerar (casi) universales. Vale, pero ¿cómo los programamos en un algoritmo?

Ésa es la segunda cuestión de complejidad. Cómo podemos cuantificar, por ejemplo, la solidaridad, para programarla en un algoritmo. Cómo definimos la tolerancia, para pasarla a fórmulas matemáticas. Dónde ponemos matemáticamente el umbral de la tolerancia. Una posible solución es utilizar el mismo conocimiento que la inteligencia artificial tiene de nosotros. Toda esa información analizada sobre nuestros gustos y disgustos puede servir para tener una idea de nuestra esencia como seres humanos. Esencia que al estar ya digitalizada puede servir para entrenar a la propia inteligencia artificial. Pero existe un riesgo: la inteligencia artificial podría aprender nuestras fortalezas y bondades, pero también nuestras debilidades y maldades. Porque la esencia humana es el juego de ambos.

Por fortuna la solución depende de nosotros. De cada uno de nosotros cuando usamos la tecnología que nos rodea. Podemos decidir apagar el móvil, a pesar de recibir una notificación; podemos decidir escribir un tuit con uno u otro fin; o decidir publicar una foto para gloria de nuestra vanidad o no; podemos decidir crear una inteligencia artificial de reconocimiento de imágenes para detectar enfermedades con más antelación, o bien para identificar etnias y reprimirlas. Todas estas acciones comienzan con el verbo decidir en acción de primera persona, porque depende de nosotros. Y solo decide el que está despierto. Esto exige despertar de la dormidera del opio digital.

Publicado en esglobal

 

Despotismo digital

Despotismo digital

Despotismo digital

Todo para el usuario, pero sin el usuario

¡Es para mejorar la experiencia de usuario! Ésta es la frase cierrabocas que llevada al extremo defiende cualquier tipo de acción que afecta a los usuarios. Ha sido sacralizada por virtud de tanto aforismo vacuo, escrito entrecomillado junto a fotos de rostros sonrientes y alegres. Me pregunto: ¿por qué se ríe esta gente que solo habla por eslóganes? Parece que les sacan la foto después de contar un chiste, el cual nosotros siempre nos perdemos. La chanza se encuentra en hablar de la experiencia de usuario, pero sin el usuario. Es el nuevo tipo de despotismo ilustrado: todo para el usuario, pero sin el usuario. Nueva letanía que ilustra lo que más bien podemos llamar despotismo digital.

La investigación de mercado siempre ha existido con el sano objetivo de entender lo que quieren y no quieren nuestros clientes, para así ofrecerles productos o servicios acordes a sus necesidades. Lo que ha cambiado es el método de investigación. Ya no nos piden rellenar encuestas: es tedioso y además podemos mentir. Es mejor pedir que grabes un vídeo breve con tu opinión (mejora la experiencia de usuario frente a los cuestionarios), o bien analizar los clics que haces por las páginas web que vistas. Después esta información se le pasa a la inteligencia artificial, que es el nuevo valido de este despotismo digital.

La inteligencia artificial ve lo que no se ve

La inteligencia artificial es muy buena haciendo lo que se le pide, y en este caso, es insuperable en averiguar aquello que realmente queremos, y que nosotros quizá no sabemos o queremos ocultar. Basta con analizar esas emociones ocultas en los micro gestos imperceptibles que dejamos en la grabación de vídeo, y que solo la inteligencia artificial es capaz de descubrir. O bien examinar el tiempo que has estado en un enlace de contenido trivial.

Puestos a saber sobre mí, propongo que primero averigüen si deseo ser investigado

Para ello se utiliza el denominado Modelo de los Cinco Factores, el cual fija la personalidad en cinco variables: apertura a la experiencia, en qué medida se es curioso o cauteloso; meticulosidad, si se es organizado o descuidado; extraversión, cómo se es de sociable o reservado; simpatía, o capacidad de ser amigable, compasivo o bien ser insensible; y neurosis, en qué medida se tiene inestabilidad emocional.

Por ejemplo, las personas extravertidas tienen más probabilidad de publicar fotos. Aquellas con altos valores en meticulosidad utilizan menos las redes sociales, actualizan menos su estado y tienen menos probabilidad a tener adicción a la tecnología. Todo esto se puede saber del usuario, pero sin el usuario. Ahora bien, no debemos preocuparnos si analizan nuestra personalidad hasta lo más incógnito, pues es por el noble propósito de mejorar nuestra experiencia de usuario.

¿Y si cuentan con nosotros?

Puestos a saber sobe mí, propongo que primero averigüen si deseo ser investigado por el meritorio propósito de ofrecerme incluso aquello que ignoro que me gusta. Con preguntármelo bastaría, y quizás con ello acabaría este despotismo digital y empezaríamos a pensar en el usuario, con el usuario.

De alguna manera los mensajes avisando de la existencia de cookies al cargar una página web van encaminados a ello. Pero algunos están escritos en un lenguaje tan optimista que uno piensa que si los rechaza se va a convertir en el ser más desgraciado de la historia: ¡no vas a tener los anuncios que te gustan, ni la misma música que escuchas siempre!

De vez en cuando, recomiendo hacer algo distinto en el mundo digital: despistarás a la máquina y puede que descubras algo nuevo

Salir de este despotismo digital es cosa de dos. Por un lado, aquellas organizaciones tan preocupadas por la experiencia de usuario deben contar con el usuario. Para ello, deben informar sobre qué información recopilan, si será tratada con inteligencia artificial y no hacerte sentir desventurado si dices no. Por nuestra parte, recomiendo dedicar unos segundos a los mensajes de las cookies, que nos pueden parecer impertinente por las ganas que tenemos de acceder al contenido, pero que merecen la pena atender; después, de vez en cuando, hacer algo distinto en el mundo digital: despistarás a la máquina inteligente y puede que descubras algo nuevo.

Publicado en DigitalBiz

 

Acabaremos con la barbarie

Acabaremos con la barbarie

Acabaremos con la barbarie

Promesas y temores morales de la tecnología

El establecimiento de la primera línea de telégrafo en 1844 trajo grandes esperanzas para la humanidad. Por primera vez el mensaje iba más rápido que el mensajero. Por primera vez el pensamiento podía volar a cualquier punto del mundo, y eso generó una gran ilusión. Se creó el concepto de “comunicación universal”, como aquel medio por el cual se podría unir la mente de todos los hombres en una especie de conciencia común mundial. Con el telégrafo se podría unificar a todos los pueblos para compartir los principios más elevados del humanismo. Por fin la barbarie estaba llamada a su fin. Era imposible que los viejos prejuicios y las hostilidades existieran por más tiempo, dado que se había creado un instrumento que permitía llevar el pensamiento a cualquier lugar de la tierra. El telégrafo prometía grandes avances morales en la humanidad.

No sé si finalmente ha sido así. Hemos conseguido una comunicación global, pero creo que no tanto esa “comunicación universal”, en el sentido de una conciencia común y una unidad en lo humano. La razón es clara: una supuesta conciencia universal no depende tanto del telégrafo, sino de los mensajes que transmitamos por dicha herramienta. No por tener una herramienta con capacidad para la comunicación universal, vamos a tener una cultura humana universal. Lo importante es el contenido (los mensajes) y menos el continente (el telégrafo). Así ocurrió que un telegrama fue el casus belli para el estallido de la guerra Franco-Prusiana en 1870, con lo que se conoce como el Telegrama de Ems.

No por tener una herramienta con capacidad para la comunicación universal, vamos a tener una cultura humana universal

El periódico inglés Spectator publicó en 1889 un editorial titulado “Los efectos intelectuales de la electricidad” donde se alertaba de los daños que podía causar el telégrafo en nuestra mente. Según el periódico, el telégrafo era un invento que no debía de ser, es decir, era moralmente inadecuado, pues su uso iba a afectar al cerebro y al comportamiento humano. El telégrafo estaba basado en comunicaciones breves, inmediatas y con frases reducidas. Esto hacía que el telégrafo forzara a los hombres a pensar de manera apresurada, sin apenas reflexión y sobre la base de información fragmentada. El resultado era una precipitación universal y una confusión de juicio, una disposición a decidir demasiado rápidamente y agitados por emociones. El telégrafo acabaría por dañar la consciencia y la inteligencia, para finalmente debilitar y paralizar el poder reflexivo. Me gustaría saber qué pensaría hoy el Spectator del WhatsApp.

Del telégrafo al WhatsApp. Tras casi doscientos años de “comunicación universal” me temo que no hemos acabado con la barbarie, y nos seguimos alimentando de la comunicación breve, con textos de 280 caracteres y vídeos de 30 segundos. ¿Tenemos ahora más humanismo que hace doscientos años? ¿Cabe suponer que nuestro poder reflexivo se viene debilitando desde el siglo XIX? Son preguntas para no acabar con el poder de reflexión.

Publicado en Digital Biz

 

Bombas de agua en una aldea africana

Bombas de agua en una aldea africana

Bombas de agua en una aldea africana

De la comunidad a la individualidad

 

Durante mi largo periodo universitario pasé un corto periodo de tiempo en la ONG Ingenieros Sin Fronteras, actualmente ONGAWA, y allí me contaron una historia que me hizo reflexionar sobre el impacto de la tecnología en la sociedad. Hace ya mucho tiempo de aquello y no recuerdo el lugar exacto, por ello, parafraseando a Cervantes, me atrevo a comenzar diciendo:

En un lugar de África de cuyo nombre no puedo acordarme, existía una pequeña comunidad cuya vida se vio alterada cuando les instalaron una bomba de agua en medio de la aldea. Antes de la llegada de dicha bomba, para disponer del agua de consumo diario las mujeres jóvenes de cada casa caminaban hasta el pozo más cercano unos tres kilómetros con el cántaro de barro sobre su cabeza. Aquel recorrido, que solía ser solitario y tranquilo, era aprovechado por los mozos del lugar para intentar acercarse a ellas y comenzar así un cortejo romántico. En cualquier recodo del camino, o quizás tras el grueso tronco de un baobab, un joven podía hacerse el encontradizo con aquella chica, que, en busca del agua diaria, recorría el camino hacia el pozo. La joven quizá recibía aquel encuentro, forzadamente casual, con soleada gratitud, y al final, en el brocal del pozo, el agua del amor podía correr con soltura.

Gracias a aquellos caminos hacia el pozo, el desarrollo familiar se mantenía con un ritmo sano de matrimonios y nacimientos, o nacimientos y matrimonios pues todo viaje al pozo tenía cierto punto de incertidumbre. Pero aquella tranquila aldea fue objeto del plan de “Viabilidad del Agua Y Acequias” (plan VAYA) que acabó con aquella natalidad sólida de que gozaban. En mitad de la aldea instalaron una moderna y tecnológica bomba de agua, que, a través de apropiadas y seguras tuberías, traía el agua del remoto pozo hasta el centro de la aldea. Con satisfacción y pompa se anunció tan importante mejora a la comunidad internacional. Hubo inauguración oficial con grandes personalidades de organismos internacionales, y la foto de algún que otro cantante de moda bienintencionado rodeado de niños jugando con el agua a presión que salía de la bomba.

Debemos usar la tecnología para el desarrollo de la sociedad, haciendo a la vez que las personas no pierdan su integración cultural de la comunidad en la que viven

Al final del día, cuando el sol rodaba por el filo de la sabana, se marcharon los negros coches oficiales, y allí quedó la bomba soltando agua en la explanada central de la aldea. Con ello se acabaron los paseos a por agua con el cántaro en la cabeza, las sorpresas previstas de encuentros imprevistos, el goteo de risas recostados en el pretil del pozo, y todo aquello que el amor desbordado pudiera llevar. A falta de encuentros amorosos camino del pozo, la aldea se fue quedando poco a poco sin niños, pero siempre con agua.
Esta historia, quizá algo novelada, pero con un poso de realidad, nos puede hacer pensar en cómo la tecnología y las medidas de desarrollo afectan a la cultura de la sociedad. En particular, y atendiendo a la moraleja de esta historia, cómo la tecnología nos puede llevar de la comunidad a la individualidad.

Ahora ya no instalamos bombas de agua en las plazas de las aldeas, pues esa necesidad ya está cubierta, pero sí instalamos “bombas de información”, sistemas que nos bombean (o bombardean) información: las redes sociales, los chatbots que saltan en cuanto entramos en una página web, o cualquier aplicación basada en el big data. Todas ellas nacen con la idea de traernos esa información que necesitamos, sin tener que caminar tres kilómetros.

Resulta paradójico que estas bombas de información a veces, si no las usamos convenientemente, fomentan más nuestra individualidad que nuestra vida en común. Evitan que nos encontremos, persona a persona, por el camino. Ya no hace falta llamar a nadie para tener información, ya no es necesario ir a ningún sitio: la información viene a ti, como el agua a la plaza del pueblo.

Jacques Ellul, filósofo del siglo XX, hablaba de la “liberación” de la tecnología, no en el sentido de rechazarla, imposible por otro lado, sino en la idea de tomar conciencia de cómo actuar con ella como sujetos (personas) y no como objetos (usuarios). Ésa debe ser la actitud para conseguir que la tecnología no nos lleve de la comunidad a la individualidad. Debemos usar la tecnología para el desarrollo de la sociedad, haciendo a la vez que las personas no pierdan su integración cultural de la comunidad en la que viven.

En otra ocasión, espero que pronto, desarrollaré esta idea con un ejemplo basado en una actuación que está llevando a cabo en Nigeria para limpiar el delta del río Níger basado en el blockchain (a través de la organización Sustainability International). Por el momento me permito terminar con dos citas, una de Hans Jonas y otra de Spiderman. Hans Jonas, en su principio de responsabilidad, nos decía que teníamos que obrar de tal modo que los efectos de nuestra acción fueran compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra; es decir, debemos instalar bombas de agua y además hacer que la sociedad continúe con sus costumbres. Porque con la tecnología tenemos un gran poder de actuación, y, como decía el tío de Spiderman (aquí está la segunda cita), “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”: la responsabilidad de conseguir que la tecnología no nos aleje de la individualidad«.

Publicado en: Icarus

 

 

La vida en tuit-pildoras

La vida en tuit-pildoras

La vida en tuit-pildoras

Los nuevos valores de la tecnología

 

En preguntar lo que sabes

el tiempo no has de perder…

Y a preguntas sin respuesta

¿quién te podrá responder?

Estos son versos de Machado, peo hoy día se considerarían un tuit: porque ocupan menos de 280 caracteres y porque lanzan un mensaje más o menos contundente. Si Machado viviera hoy, quizá habría escrito este cantar en formato tuit, seguido de una hermosa foto prefabricada, con paisaje de ensueño, sacada de un banco de imágenes. O quizá habría convertido el texto en una imagen de Instragram con palabras escritas en distintos formatos y colores, algunas de ellas sobre un recuadro, y sobre fondo de color pastel.

Vivimos la vida a píldoras. A píldoras de tuits, de instantáneas en Instagram o de llamativos titulares en alimentadores de noticias. Twitter es un microblog que nos ofrece la vida en micro-realidades pasajeras. Lo importante es el número de “impresiones”, es decir, las veces que se ha visto un tuit, aunque sea de manera fugaz, y sin causar apenas ninguna impresión. Porque la vida a píldoras no impresiona, sino que reconforta. Vivimos rodeados de frases breves, de aforismos lapidarios que intentan arreglar cualquier situación en 280 caracteres.

Vivimos la vida a píldoras. A píldoras de tuits, de instantáneas en Instagram

Estos mismos tuits remiten a artículos que exponen la realidad siempre en un número reducido de pautas: “Los cinco pasos para una transformación eficaz”, “Las tres cosas que debes saber sobre el blockhacin”, “Siete pequeñas acciones diarias que te harán ser feliz”. Hay que simplificar la realidad.

Lo mismo ocurre en cierta literatura actual. Asistimos a microlecturas de historias, o a recetarios vitales, que para poderlos convertir en libros se escriben con letras de tamaño 18 puntos y sin escatimar espacios en blanco. De nuevo se busca la pauta mágica que lo solucione todo, o la historia breve que permita cambiar de asunto sin dejarme huella.

Eficacia y rapidez: quiero solucionar mis problemas y lo quiero de forma rápida.

Este pensamiento, este valor ético, se traslada también al ámbito profesional. Lo experimento cada vez que un cliente me pide empezar un proyecto la semana que viene, como si no hubiera más vida en dos semanas; y obtener lo antes posible “quick wins”, porque “arriba” quieren ver resultados lo antes posible. “Quick wins”, esto es, tuit-soluciones en 280 caracteres. Eficacia y rapidez.

Si quieres escribir buenos tuits, lee poesía

Son los valores culturales que nos transmite la tecnología. Durante años se viene discutiendo si la ciencia y la tecnología son asépticas en lo que respecta a valores morales. Existen argumentos en ambos sentidos. La cuestión radica cuando trasvasamos elementos de la esfera científica o tecnológica al ámbito de lo social y de lo humano: véase la teoría de Darwin, para el caso de la ciencia, o la inmediatez, para la tecnología.

La comunicación por el móvil a través de Twitter o WhatsApp puede ser inmediata, y puede ser breve, porque el móvil no se ha hecho para escribir “Cien años de soledad”. Pero ¿nuestra percepción de la realidad debe ser breve e inmediata? La tecnología es eficacia y rapidez; ¿debemos ser nosotros siempre eficaces y rápidos?

Volviendo a Machado, no sé si estoy preguntando lo que ya sé o bien estoy haciendo preguntas sin respuesta. En todo caso nuestra labor es tener esa consciencia de qué valores nos creamos en virtud de la tecnología.

Si quieres escribir buenos tuits, lee poesía (esto mismo podría ser un tuit). Por ello, dado el tema, termino con otros versos apropiados del gran Antonio Machado:

Tras el vivir y el soñar,

está lo que más importa:

despertar.

Publicado en Digital Biz

 

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